El otro Simón: Simón Rodríguez, el maestro del Libertador

En cercanías de Roma, Italia, dos hombres llegaron al Monte Sacro el 15 de agosto de 1805. Uno de ellos juró no dar descanso a su brazo ni reposo a su alma hasta alcanzar la libertad de su patria. Hoy, 212 años después, sabemos que cumplió su palabra y su nombre quedaría escrito para siempre en la historia de América. Sin embargo, casi dos siglos después poco se sabe del otro hombre, alguien que fue decisivo en la formación del Libertador, su maestro: Simón Rodríguez.
 
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Simón Rodríguez: visionario de la importancia de la educación en América Latina

Hijo de padres desconocidos, Simón Rodríguez nació en Caracas, en una madrugada de octubre de 1769. Su destino fue la educación, oficio que practicaría con pasión, convicción y orgullo hasta la muerte. Su primer trabajo como maestro lo obtuvo en una de las tres escuelas públicas con las que contaba Caracas. Tenía 22 años y de su bolsillo salieron los recursos para cambiar los pupitres de toda la escuela, pues consideraba que los 114 alumnos a los que enseñaba, incluido un huérfano de 10 años llamado Simón Bolívar, merecían un lugar digno donde aprender a leer y escribir.
 
 
Luego de tres años de trabajo en la escuela y animado por el éxito de su labor, diseña un audaz proyecto educativo que sugería a las autoridades españolas de la Colonia prestar mayor atención a la educación primaria como lugar de formación para futuros ciudadanos, además de mejorar los bajos sueldos de los maestros, aumentar la planta de docentes y dar una educación en igualdad de condiciones a negros, mulatos y blancos. A las autoridades coloniales no les convenía la propuesta del joven maestro y la archivaron. Decepcionado por la respuesta y con problemas en su reciente matrimonio (apenas llevaba un año de casado), renuncia a la escuela, al matrimonio y a Caracas. Resuelve conocer el mundo que le había llegado a través de los libros y conversaciones.
 
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Viajero, profesor, fundó escuelas en Europa

Su primer destino de un itinerario que duraría toda su vida fue una isla en el mar Caribe. En Jamaica aprendió inglés, permaneció por algo más de un año y se embarcó rumbo a EEUU. Vivió en Filadelfia y Baltimore, allí trabajó en una imprenta y perfeccionó su segunda lengua. Luego de tres años de vivir en Norte América hace maletas y se marcha a Europa. En Francia se ganó el pan trabajando en una tipografía y dictando clases de inglés y español. Estudió francés y leyó a los autores del momento. En París no dejó de enseñar y fundó una escuela de castellano junto con el mexicano Servando Teresa de Mier. Un orgullo estremecedor le caló hasta el último reducto del alma.
 
 
El reencuentro con Bolívar fue el inicio de una amistad que iría más allá de la muerte. Rodríguez continuó forjando el espíritu de Bolívar en París y un año más tarde viajan a pie y coche, rumbo a Italia. Lyon, Chambery, Turín, Milán, Venecia, Ferrara, Bolonia, Florencia y Roma hicieron parte del recorrido. Y a las afuera de Roma, en el Monte Sacro, Simón Rodríguez escuchó de Bolívar un juramento que jamás olvidaría.
 
Rodríguez regresó a América luego de vivir en Londres y enseñar francés, español, contabilidad y aritmética. La campaña libertadora había logrado grandes victorias y el dominio el imperio español llegaba a su fin. En Bogotá creó un instituto donde los niños aprendían las primeras letras junto con un oficio artesanal para ganarse la vida y aportar recursos para el plantel. Pero una vez el proyecto comenzó a funcionar, el gobierno del general Santander retiró el apoyo económico y el instituto muere.
 
Rodríguez dejó Bogotá y se marchó al Perú en busca de Bolívar. Después de 19 años, el reencuentro de dos viejos amigos se fundió en un largo y conmovedor abrazo. Recorren Perú para establecer reformas en la administración pública, políticas de reparto de tierras y una educación que transformara las viejas formas de la sociedad heredadas de los españoles. Los dos sabían que la independencia sería incompleta si no había una nueva mentalidad en los pueblos de las jóvenes naciones y la educación era el camino directo para llegar a ese objetivo.
 
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Su idea del progreso a través de la educación no fue bien vista por los hacendados criollos y la iglesia

Bolívar lo nombró ministro en Bolivia. Se propuso dar educación a los niños pobres y trazó un plan de creación de escuelas. Soñó con alfabetizar a hombres y mujeres de todo el país, pero de nuevo, como en Caracas y Bogotá, la idea de lograr el progreso a través de la educación y de repartir tierras no eran convenientes para dos sectores. Los hacendados y el clero no estaban dispuestos a perder privilegios y acusan a Rodríguez de mala administración de fondos, corruptor de menores y ateo.
 
Simón Rodríguez fundó escuelas a lo largo de su vida. Jamás aprovechó su amistad con Bolívar para obtener beneficios personales. Odiado por la iglesia y los hacendados de buena parte de América del Sur, viajó hasta la muerte y dejó discípulos agradecidos en el viejo y nuevo continente. Regresó a su natal América con el sueño de construir naciones justas basadas en la educación de los niños como futuro de sociedades y escribió artículos y recomendaciones que perseguían mejorar los métodos pedagógicos del momento.
 
A los 85 años de edad, aún conservaba una apariencia atlética, un sombrero de fieltro de ala ancha que le combinaba con su tez morena y cabello desenvuelto, unos anteojos, el bastón y su caminar de marinero que jamás lo hacían pasar inadvertido. Hasta la muerte conservó la devoción por su oficio. Dejó las comodidades que tenía en Europa para encontrar la miseria, la decepción y la ingratitud de sus paisanos hasta el día de su muerte miserable, a los 85 años, en el pueblo de Amotape, Perú en 1854. En 1954 sus restos fueron exhumados y hoy reposan para siempre en Caracas, junto a las cenizas de su mayor discípulo y amigo: Simón Bolívar.
 
H.A. Calderón B.
Héctor A. Calderón B.

Escritor, guionista y docente universitario.

Premio Nacional de Guión 2010.

Ministerio de Cultura, Colombia.